Papa Francisco en Asís: Homilía misa en la Plaza de
San Francisco de Asís
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las
has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Paz y bien a todos. Con este saludo franciscano os
agradezco el haber venido aquí, a esta plaza llena de historia y de fe, para
rezar juntos.
Como tantos peregrinos, también yo he venido para
dar gracias al Padre por todo lo que ha querido revelar a uno de estos
«pequeños» de los que habla el evangelio: Francisco, hijo de un rico
comerciante de Asís. El encuentro con Jesús lo llevó a despojarse de una vida
cómoda y superficial, para abrazar «la señora pobreza» y vivir como verdadero
hijo del Padre que está en los cielos. Esta elección de san Francisco
representaba un modo radical de imitar a Cristo, de revestirse de Aquel que
siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9). El
amor a los pobres y la imitación de Cristo pobre son dos elementos
unidos de modo inseparable en la vida de Francisco, las dos caras de la misma
moneda.
¿Cuál es el testimonio que nos da hoy Francisco?
¿Qué nos dice, no con las palabras –esto es fácil- sino con la vida?
1. La primera cosa, la realidad fundamental que nos
atestigua es ésta: ser cristianos es una relación viva con la Persona
de Jesús, es revestirse de él, es asimilarse a él.
¿Dónde inicia el camino de Francisco hacia Cristo?
Comienza con la mirada de Jesús en la cruz. Dejarse mirar por él en
el momento en el que da la vida por nosotros y nos atrae a sí. Francisco lo
experimentó de modo particular en la iglesita de San Damián, rezando delante
del crucifijo, que hoy también yo veneraré. En aquel crucifijo Jesús no aparece
muerto, sino vivo.
La sangre desciende de las heridas de las manos,
los pies y el costado, pero esa sangre expresa vida. Jesús no tiene los ojos
cerrados, sino abiertos, de par en par: una mirada que habla al corazón. Y el
Crucifijo no nos habla de derrota, de fracaso; paradójicamente nos habla de una
muerte que es vida, que genera vida, porque nos habla de amor, porque él es el
Amor de Dios encarnado, y el Amor no muere, más aún, vence el mal y la muerte.
El que se deja mirar por Jesús crucificado es re-creado, llega a ser una «nueva
criatura». De aquí comienza todo: es la experiencia de la Gracia que
transforma, el ser amados sin méritos, aun siendo pecadores. Por eso Francisco
puede decir, como san Pablo: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no
es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14).
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos:
enséñanos a permanecer ante el Crucificado, a dejarnos mirar por él, a dejarnos
perdonar, recrear por su amor.
2. En el evangelio hemos escuchado estas palabras:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad
mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Ésta es la segunda cosa que Francisco nos
atestigua: quien sigue a Cristo, recibe la verdadera paz, aquella que
sólo él, y no el mundo, nos puede dar. Muchos asocian a san Francisco con
la paz, pero pocos profundizan. ¿Cuál es la paz que Francisco acogió y vivió y
que nos transmite? La de Cristo, que pasa a través del amor más grande, el de
la Cruz. Es la paz que Jesús resucitado dio a los discípulos cuando se apareció
en medio de ellos y dijo: «Paz a vosotros», y lo dijo mostrando las manos
llagadas y el costado traspasado (cf. Jn 20,19.20).
La paz franciscana no es un sentimiento almibarado.
Por favor: ¡ese san Francisco no existe! Y ni siquiera es una especie de
armonía panteísta con las energías del cosmos… Tampoco esto es franciscano,
sino una idea que algunos han construido. La paz de san Francisco es la de
Cristo, y la encuentra el que «carga» con su «yugo», es decir su mandamiento:
Amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 13,34;
15,12). Y este yugo no se puede llevar con arrogancia, con presunción, con
soberbia, sino sólo con mansedumbre y humildad de corazón.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos:
enséñanos a ser «instrumentos de la paz», de la paz que tiene su fuente en
Dios, la paz que nos ha traído el Señor Jesús.
3. «Altísimo, omnipotente y buen Señor… Alabado
seas… con todas las criaturas» (FF, 1820).
Así comienza el Cántico de san Francisco. El amor
por toda la creación, por su armonía. El Santo de Asís da testimonio del respeto
hacia todo lo que Dios ha creado y que el hombre está llamado a
custodiar y proteger, pero sobre todo da testimonio del respeto y el amor hacia
todo ser humano. Dios creó el mundo para que fuera lugar de crecimiento en
la armonía y en la paz. ¡La armonía y la paz! Francisco fue hombre de armonía y
de paz. Desde esta Ciudad de la paz, repito con la fuerza y mansedumbre del
amor: respetemos la creación, no seamos instrumentos de destrucción. Respetemos
todo ser humano: que cesen los conflictos armados que ensangrientan la tierra,
que callen las armas y en todas partes el odio ceda el puesto al amor, la
ofensa al perdón y la discordia a la unión. Escuchemos el grito de los que
lloran, sufren y mueren por la violencia, el terrorismo o la guerra, en Tierra
Santa, tan amada por san Francisco, en Siria, en todo el Oriente Medio, en el
mundo.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos:
Alcánzanos de Dios el don de la armonía y la paz para nuestro mundo.
No puedo olvidar, en fin, que Italia
celebra hoy a san Francisco como su Patrón. Lo expresa también el
tradicional gesto de la ofrenda del aceite para la lámpara votiva, que este año
corresponde precisamente a la Región de Umbría. Recemos por la Nación italiana,
para que cada uno trabaje siempre para el bien común, mirando más lo que une
que lo que divide. Hago mía la oración de san Francisco por Asís, por Italia,
por el mundo: «Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda
misericordia, que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la
inagotable clemencia que has manifestado en [esta ciudad], para que sea siempre
lugar y morada de los que de veras te conocen y glorifican tu nombre, bendito y
gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén» (Espejo de perfección,
124: FF, 1824).
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